La Navidad no es un simple aniversario, es mucho más, es el inicio del gran Misterio de la Encarnación. Es una celebración del Misterio que ha marcado y sigue marcando en la actualidad la historia del hombre. Dios mismo vino a habitar entre nosotros (Jn 1, 14), se hizo uno de nosotros; un Misterio que afecta a nuestra fe, y por tanto, a nuestra existencia. A partir de esta reflexión podemos afirmar que el nacimiento es ya el inicio del sacramentum mysterium paschale, es decir, el comienzo del misterio central de la salvación que culmina en la pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza el ofrecimiento de sí mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el seno de la Virgen María. La noche de Navidad está muy ligada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y resucitado. El mismo belén, como imagen de la encarnación del Verbo, alude ya a la Pascua y es sugestivo ver cómo en algunos iconos de la Natividad en la tradición oriental, el Niño Jesús es representado envuelto en pañales y depositado en un pesebre que tiene la forma de un sepulcro; una mención al instante en el que Él será bajado de la cruz, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro excavado en la roca (Lc 2, 7; 23, 53). También vemos en María una ternura y un amor incomparable de una madre que envuelve al niño en pañales. Esta interpretación de la tradición de los iconos representativos del pesebre y los pañales parte de la teología de los Padres.
Es obvio que el momento del Nacimiento de Jesús afecta e impregna a toda la humanidad. El Niño nacido en Belén hace que Dios se acerque al hombre: nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene fin. En palabras de Benedicto XVI la celebración de la Navidad nos renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía «carne» y no solo lejano: aun estando con el Padre, está cercano a nosotros. Respecto a esta escena de la cueva de Belén nos explica de forma preciosa cuándo y por qué aparecen en la iconografía cristiana. El pesebre hace referencia a animales, el lugar en que se alimentan. En el Evangelio no se habla de animales. Pero la meditación creyente, en su lectura conjunta del Antiguo y del Nuevo Testamento, llenó ya muy temprano este vacío remitiéndose a la cita de Isaías 1, 3: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende».
Como ya hemos mencionado los padres de la Iglesia, desde san Justino, en el siglo II, ya interpretan este pasaje profético de Isaías. De esta forma, cuando se empieza a representar el belén, en el siglo XII, conocemos la atribución a san Francisco de Asís, de que en la noche de Navidad colocó la imagen del niño Jesús en el pesebre de una mula y un buey auténticos.
Lucas 2, 6-7 dice: «Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada». En esta cita se alude al pesebre, que en san Justino y Orígenes forma parte de la la tradición en la que el lugar del nacimiento de Jesús había sido una gruta, que los cristianos situaban en Palestina. A esto Benedicto XVI nos da la siguiente explicación: «El hecho de que, tras la expulsión de los judíos de Tierra Santa en el siglo II, Roma transformara la gruta en un lugar de culto a Tammuz-Adonis, queriendo evidentemente anular con ello la memoria de los cristianos, confirma la antigüedad de dicho lugar de culto, y muestra también la importancia que Roma le reconocía». Este dato nos da un notable grado de credibilidad a la tradición local betlemita, con la que enlaza también la Basílica de la Natividad.
Por otra parte, debemos subrayar las palabras de san Agustín en uno de sus sermones, en las que dice: «Por consiguiente, es un niño que aún no habla, y es la Palabra. Calla por medio de la carne, pero enseña sirviéndose de los ángeles. Se anuncia a los pastores el príncipe y el pastor de los pastores y yace en el pesebre como vianda de los fieles, su montura. Lo había predicho el profeta: reconoció el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su señor. Por eso se sentó sobre un pollino cuando entró en Jerusalén en medio de las alabanzas de la muchedumbre que lo precedía y seguía. Reconozcámoslo también nosotros, acerquémonos al pesebre, comamos la vianda, llevemos a nuestro Señor y guía, para que bajo su dirección lleguemos a la Jerusalén celeste. El nacimiento de Cristo de Madre es la majestad hecha débil, el nacimiento de Padre es la majestad desplegada. Tiene un día temporal en los días temporales, pero él es el Día eterno que procede del Día eterno». En ese sentido sus palabras contienen una honda verdad. El pesebre es el lugar en que los animales encuentran su alimento. Ahora bien, en el pesebre yace aquel que se ha designado a sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, como el verdadero alimento que requiere el hombre para su existencia humana. Es el alimento que concede al hombre la vida verdadera, la vida eterna. El pesebre se convierte así en referencia a la mesa de Dios a la que está invitado el hombre para recibir el pan de Dios. En la pobreza del nacimiento de Jesús se perfila el gran marco en el que se realiza misteriosamente la salvación del hombre.
La Navidad, por tanto, a la vez que conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María, es un acontecimiento poderoso, pues, como dice el papa san León Magno, «alegraos, ya que en breve espacio de tiempo, después de la solemnidad del nacimiento de Cristo, ha brillado la fiesta de su manifestación, y al mismo a quien en aquel día dio a luz la Virgen, hoy lo ha conocido el mundo. El Verbo hecho carne dispuso de este modo el origen de su aparición entre nosotros: que, nacido Jesús, se manifestase a los creyentes y se ocultara a sus perseguidores».
Ante estas afirmaciones, Benedicto XVI destaca el acontecimiento de Belén como la luz del Misterio pascual: tanto uno como otro forman parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el Nacimiento de Jesús nos invitan ya a dirigir nuestra mirada hacia su muerte y su resurrección. Tanto la Navidad como la Pascua son fiestas de la redención. En el Nacimiento vemos que Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado.
Es el momento de mayor ternura y amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo, «siendo de condición divina, […] se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.
Por tanto, vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos la elevado hasta Él a través del Misterio de Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo. Sin embargo, en los tiempos de hoy debemos rescatar este tiempo navideño de un caparazón demasiado moralista y sentimental, que nos hace perder el verdadero sentido de la celebración. Un sentido que va más allá de la imitación de la benevolencia y el amor hacia los hombres; que actualmente muchos viven en una época de total ausencia de esperanza cristiana. La Navidad es una invitación perpetua a dejarnos transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne. Que no nos pase como a los judíos de su tiempo, que manifestaban con sus labios la verdad, pero guardaban la mentira en su corazón. No quisieron conocerle y, por tanto, no adoraron al niño que se humillaba en la debilidad de la infancia, y que después crucificaron porque resplandecían sus obras.
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