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LA IGLESIA DE LOS POBRES

 
 
Juan Pablo Perabá & Javier Martínez-Pinna 
 
La expansión del cristianismo supuso, no sólo la divulgación del Evangelio, sino también la de los valores culturales y sociales propios de la civilización romana, por lo que su papel es fundamental para entender lo que es Europa. A la sombra de las primeras iglesias y monasterios, se alzaron escuelas, hospitales y orfanatos cuya labor no siempre ha sido reconocida. 
 
Parte sustancial de la llamada “leyenda negra” española es aquella que envuelve a la Iglesia Católica, quizás una de las instituciones presentes o pretéritas en torno a las cuales abunda menos el análisis objetivo y sosegado, puesto que influyen en una dirección o en otra las inclinaciones ideológicas o religiosas de quien opina. No es fácil emitir un juicio moral acerca de una realidad histórica que abarca dos milenios, aunque en nuestra opinión no creemos que sea esa la función del historiador.
 
Lo que sí se puede conseguir – o al menos intentar, que es lo que se pretende en estas líneas – es acercarse con una predisposición mental algo más positiva de lo que es habitual, a fin de que nos podamos hacer una idea más ajustada a la realidad, eliminando en lo posible los prejuicios.
 
Mucho habría que matizar, por ejemplo, acerca del Tribunal del Santo Oficio, o Inquisición, en cuanto a la idea predominante en el subconsciente colectivo como quintaesencia del mal, que es la que algunos pretenden que defina a lo que fue la Iglesia Católica en la Edad Media y la Edad Moderna. Existió la Inquisición, ciertamente, pero no podemos ponerla al nivel de sinónimo de Iglesia, puesto que ésta es una realidad muy amplia que abarca muchas más cosas. La Inquisición fue Iglesia, pero la Iglesia fue mucho más que la Inquisición. En su seno surgieron las primeras Universidades de Europa; realizó una labor impagable de conservación de la cultura clásica greco-romana, mediante el trabajo de los copistas y traductores en los monasterios, gracias a lo cual podemos conocer hoy en día el inmenso legado cultural que de otra forma, y muy probablemente, se habría perdido para siempre; y, sobre todo, ejerció una labor asistencial digna de mención.
 
Esta labor, que continúa ejerciendo en la actualidad de manera innegable, fue mucho más importante en una época en la que no existía lo que hoy entendemos por “Estado del Bienestar”, siendo esta tarea ejercida, en una parte importante, por instituciones eclesiásticas.
 
En torno a los monasterios se formaron redes asistenciales, siendo el refugio natural de niños expósitos y huérfanos, a los que proporcionaban, además del sustento y un techo para dormir, sus primeras letras. En muchos conventos se proporcionaba enseñanza elemental, y era frecuente que en núcleos urbanos pequeños el cura o el sacristán enseñara a leer y escribir a los niños. Las instituciones de la Iglesia eran a menudo el centro de la vida cotidiana de la comunidad, y los miembros del clero gozaban del aprecio de la población, siendo el cobijo de los pobres, que encontraban en ellos alimento y formación.
 
Los monjes fueron un enorme contingente de misioneros que no se limitaban a predicar el Evangelio, sino que fundaban centros de enseñanza, experimentaban nuevas técnicas agrícolas y construían monasterios en torno a los cuales surgían núcleos de población que acabarían convirtiéndose en ciudades importantes. Estos monasterios eran las “ciudades de Dios”, así como las villas, los pueblos y las aldeas eran las ciudades de los hombres. En ellos se entregaban las gentes al trabajo y la oración, siendo guardianes y difusores de cultura. Estos monjes se encargaban de prestar asistencia sanitaria a los enfermos y alojamiento a los peregrinos. En suma, ejercían la caridad. De esta forma, se fundaron, dentro del recinto del monasterio o en sus cercanías, hospitales; para abastecer a éstos de medicinas, boticas; y para surtir a éstas, jardines de plantas medicinales o aromáticas.
 
En aquella sociedad, a menudo los niños con alguna tara eran abandonados, pues, fruto de la ignorancia y las supersticiones, se consideraba que tales malformaciones eran producto de los pecados de sus padres. A estos niños, la Iglesia, al considerar que eran poseedores de un alma como todos los demás, los acogía, los vestía y los alimentaba en orfelinatos. Ejercía así, junto con algunas instituciones civiles – albergues y casas de misericordia de los ayuntamientos – y la limosna de la gente común, una función social que debe ser puesta en valor.
 
Cuando hablamos de la labor de los misioneros en estos siglos, no sólo hay que pensar en la evangelización del Nuevo Mundo, sino que dentro de la propia Europa, y concretamente en España, desarrollaron una actividad incansable, que no se limitaba a la predicación, sino que abarcaba también la asistencia a los pobres y marginados, en muchas ocasiones debiendo llegar a estas personas tras recorrer largas distancias por terrenos de difícil orografía. A las predicaciones acudían personas de las poblaciones cercanas, o de otras parroquias situadas a muchos kilómetros. En épocas de pobreza y escasez, los misioneros se aseguraban de proveer de alimentos y ropa a los más necesitados que iban a escucharles. Sus prédicas no se limitaban a la enseñanza del Evangelio, sino que también trataban de facilitar el perdón y la reconciliación entre familias y vecinos enemistados, así como frenar la práctica de la usura, uno de los mayores males que afectaba a la convivencia.
 
Con cierta frecuencia, los misioneros articulaban una suerte de despachos de caridad, dirigidos por sacerdotes y laicos piadosos, a los que a veces se sumaban magistrados voluntarios que ofrecían sus servicios a modo de oficina de conciliación. Podría servir como ejemplo ilustrativo, por citar uno, el dominico valenciano Vicente Ferrer (1.350-1.419), que, habiendo sentido una fuerte llamada a la evangelización, recorrió vastas zonas de Europa combinando la predicación con la atención a los pobres y necesitados. A él se atribuye la fundación en 1.410 del primer orfanato del mundo, que todavía sigue en funcionamiento. Tiene su origen en 1.170, año en el que Lamberto de Begues, presbítero de Lieja, fundó la Congregación de doncellas seglares, que fue conocida posteriormente como de las beguinas. Siglos más tarde, Don Ramón Guillén Catalá, vecino de Valencia, legó en 1.334 una casa que se convertiría en el Hospital de Santa María. En él se hospedaban los ermitaños cuando caían enfermos o pasaban necesidad, siendo atendidos por enfermeros llamados hombres de penitencia o beguines. Llegado el año 1.410, Vicente Ferrer hizo a estos hombres abrazar la Tercera Orden de Santo Domingo, convirtiendo el hospital en orfanato. A este hecho encontramos referencias en el s. XVIII:
 
“En este mismo año 1410, advirtiendo el Santo el desamparo que padecían muchos huérfanos pobres, pensó en recogerles en una Casa, situada en la plaza de San Agustín . . . la que tenían los cofrades llamados los Beguines o Beatos. En ella, pues, nuestro Santo recogió los niños y niñas huérfanos, que iban perdidos por la ciudad . . .” (Tomás Merita Llazer, 1755)
 
Las misiones del “Pare Vicent”, como era conocido en su Valencia natal, sirvieron de ejemplo e inspiración para muchos religiosos contemporáneos suyos y continuadores de su labor. Como él, se podrían citar otros muchos personajes de la historia de la Iglesia que podrían ayudar a conseguir una visión un poco más acercada a la realidad y menos sesgada que aquella a la que estamos acostumbrados.
 
La Iglesia Católica es una institución formada por seres humanos y, por tanto, afecta a debilidades, vicios y conductas poco apropiadas de sus miembros. Por supuesto que no queremos trasladar la imagen bucólica o angelical de que todos ellos fueran como los que hemos descrito aquí; evidentemente hubo miembros del clero no ejemplares y conductas impropias de distinta índole, no se pretende negar. Así ha ocurrido en todas las instituciones, profesiones y colectivos humanos. Pero para acercarse a una realidad, sea la que sea, con la mente libre de ideas preconcebidas, es necesario recibir la información completa. La Iglesia cometió y comete errores, pero también fue el lugar de donde salieron algunos hombres y mujeres virtuosos que supieron dar lo mejor de sí mismos para alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al enfermo y consolar al que no tenía esperanza.
 
(Artículo publicado en revista Clío Especial, nº 3. Enero de 2018) 
 
 

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