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San Juan de Dios, patrono de los enfermeros

Juan Pablo Perabá y Javier Martínez-Pinna

El 3 de julio de 1549 se produjo un devastador incendio en el Hospital Real de Granada. La voracidad de las llamas hizo imposible atajar el fuego por lo que todos empezaron a temer por la supervivencia de los enfermos. Pocos de los asistentes podían imaginar lo que a continuación iba a suceder. De entre las llamas, apareció Juan de Dios y empezó a salvar a los que imploraban socorro. Según cuentan sus biógrafos, cuando todos daban por perdida su vida, el fundador de la Fraternidad Hospitalaria volvió a aparecer entre las llamas y el humo con las cejas chamuscadas. Esta es la vida de un hombre cuya grandeza de espíritu sirvió para dar consuelo a aquellos que más lo necesitaban.

Durante mucho tiempo se creyó que Juan de Dios era originario de Montemor o Novo (Portugal), pero hoy sabemos que el fundador de la Orden Hospitalaria nació en Casarrubios del Monte (Toledo) en el año de 1495, en el seno de una familia acomodada. Poco después de su nacimiento, el pequeño Juan abandonó el hogar familiar y marchó hacia Portugal, pero no por mucho tiempo, porque hacia el 1503 regresó para fijar su residencia en Oropesa (Toledo), donde vivió y trabajó en la casa de Francisco Mayoral, mayordomo del conde de Oropesa. Allí, en compañía de su amigo Alonso de Orozco, recibió una educación cristiana y los estudios propios de la época. Fue un tiempo feliz, una época en la que Juan disfrutó de su trabajo de pastor y como encargado de suministrar todo tipo de provisiones y bastimentos a los compañeros que cuidaban de los rebaños del conde de Oropesa. Cuando cumplió los veintiocho años, siendo como era un joven apasionado y soñador, sintió la llamada de las armas y marchó a Fuenterrabía para servir a las órdenes de Carlos V. 

Juan partió hacia el frente con el ardiente deseo de vivir innumerables aventuras. Por desgracia, el inicio de su vida castrense no fue tan prometedor como el que se había imaginado. Poco después de llegar a su destino, sus superiores le ordenaron partir, acompañado de una indomable yegua, en busca de unos víveres que, cada vez más, empezaban a escasear entre los compañeros de armas. Por desgracia, a mitad de camino, la jaca arremetió contra el desprevenido soldado y, tras derribarlo, le asestó una certera coz en la cabeza, tan contundente que a punto estuvo de causarle la muerte. Nos cuentan sus biógrafos que Juan de Dios perdió el conocimiento, pero tras volver en sí, cuando ya se creía cercano a la muerte, invocó a la santísima Virgen María, quien, al parecer, tuvo a bien salvar la vida de este hombre, destinado a llenar de esperanza a los que carecían de ella. Con mucho esfuerzo logró regresar al campamento, y allí, entre las miradas de asombro de sus compañeros, relató lo sucedido. 

Cuando recuperó las fuerzas, su capitán le encargó una nueva misión. Esta vez nada podía salir mal, lo único que debía hacer el bueno de Juan era vigilar las vituallas que le habían dejado a su cargo. Pero, como consecuencia de un fatal descuido, algún desaprensivo las sustrajo. Como cabe imaginar, el capitán puso el grito en el cielo ante la ineptitud y la incompetencia del negligente Juan. Sin pensárselo dos veces, mandó ahorcarlo a pesar de las súplicas de sus compañeros. Por fortuna, Juan volvió a salvar el pellejo gracias a la oportuna intervención del generoso Duque de Alba, de manera que pudo abandonar el lugar y regresar a su añorada Oropesa. Allí recuperó una vida tranquila de pastor en casa de don Francisco Mayoral. 

(Fragmento del artículo publicado en el último número de la revista. Para leer más, puedes hacerte miembro de manera gratuita a continuación)

 

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