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La Vera Cruz y la historicidad de las reliquias

Javier Martínez-Pinna

La influencia de Egipto sobre la religión judía fue destacable desde mediados del II milenio antes de Cristo, lo que explica el fuerte componente mágico del yahvismo, visible en la existencia de unos objetos de culto como el Arca de la Alianza, o en la veneración de las reliquias de sus antiguos profetas

Estas tradiciones tuvieron una gran influencia en el cristianismo a partir del siglo III, aunque anteriormente, y en contra de lo que pudiera parecer, el culto a las reliquias no tuvo ningún tipo de relevancia entre los creyentes de la nueva fe. La lectura de las fuentes cristianas, especialmente de los evangelios canónicos, nos demuestra el desinterés que tuvieron los primeros cristianos por conservarlas, especialmente por su convencimiento de la inminente instauración del nuevo reino de Dios sobre la Tierra, lo que hizo incrementar el rechazo por la veneración de este tipo de objetos y lugares de culto, como eran las tumbas de los patriarcas. En el Evangelio de Lucas encontramos una frase que nos informa sobre este rechazo inicial hacia dichas piezas: «¡Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis» (Lucas, 11, 47-48).

Tras la muerte de Jesús, sus discípulos empezaron a reinterpretar la vida y el mensaje de su maestro, que en su día no pudieron comprender, dando lugar a la elaboración de los primeros escritos teológicos, donde se establecen los fundamentos de la nueva religión. Los modestos orígenes del cristianismo fueron poco a poco superados, añadiendo al culto a Jescristo en pequeñas casas particulares el empleo de locales más amplios y con muchos más creyentes. Esto preocupó al Estado romano, especialmente por el rechazo de estos primeros cristianos a rendir culto al emperador. En el siglo II tenemos noticias de condenas a muerte contra los responsables de unas comunidades cristianas cada vez más abundantes en las ciudades del imperio. Algunos de estos mártires fueron convertidos en santos, y sus ropas, objetos personales e incluso partes de su cuerpo fueron guardados y venerados, por creer que a partir de ellos podrían obtener la intercesión con la divinidad. 

En el siglo III la devoción hacia las reliquias ya es evidente en las catacumbas de Roma. Allí encontramos una gran cantidad de restos de mártires, cuya posesión otorgaba a la comunidad una serie de favores y privilegios. La tendencia es general a partir del siglo IV, especialmente desde el año 313, en el que se establece la libertad de culto por el Edicto de Milán. La decisión de Constantino permitió la posibilidad de peregrinar libremente hacia los Santos Lugares, impulsando aún más el culto a las reliquias, por ser este el territorio en el que se podrían encontrar algunos de los objetos relacionados con la vida y muerte del Hijo de Dios.  

Según el historiador alemán C.G. Adolf von Harnack, autor del libro Historia del Dogma, publicado en 1885, los cristianos fueron poco a poco rindiéndose ante esta nueva forma de religiosidad. Según él, tras el declinar del culto a estos objetos considerados mágicos, asistimos a un auténtico renacer, que, en palabras del historiador  Geoffrey Ashe, alcanza cotas más altas por considerar los cuerpos de los santos como templos en los que quedó impregnado el Espíritu Santo. Ashe insiste en reafirmar la creencia cristiana de un Dios salvador que se hizo hombre en el cuerpo de Jesús, santificando la materia. Por este motivo, los restos conservados de los que compartieron la gloria de la resurrección y la promesa de la salvación universal terminaron siendo igualmente santificados. A través de dichos restos, Dios podía conceder todo tipo de favores, pero a pesar de su importancia, no todas las reliquias tuvieron el mismo valor. 

Una de las que más fervor  han generado a lo largo de la historia es la Vera Cruz, aquella en la que, según la tradición cristiana, fue crucificado Jesús de Nazaret, y cuyo hallazgo está estrechamente relacionado con santa Elena, madre del emperador Constantino I el Grande. Las circunstancias en las que se produjo este legendario suceso fueron expuestas en la Legenda aurea del dominico Jacobo de la Vorágine, uno de los libros, sin duda, más populares de la Edad Media. Redactado en latín, el texto, que originalmente se tituló Legenda sanctorum, está compuesto por una serie de pequeños relatos sobre la vida de ciento ochenta mártires y santos cristianos, a partir de la información que el monje consiguió recopilar de los libros evangélicos, aunque también de los apócrifos o de prestigiosos autores antiguos como Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona o Gregorio de Tours.

 

(Fragmento del artículo publicado en el número 2 de nuestra revista. Para leer más, haz click a continuación).

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