Aquí nos conducen, sean las claras y fuertes voces del loco de Nietzsche, sean los ladinos cantos de sirena de la modernidad. Y, como en Egipto o en Babilonia, nos queda adorar en espíritu y en verdad, aguardando con esperanza «la redención de nuestro cuerpo», sabiendo que «una esperanza que se ve no es esperanza».
En la gran obra de arte cinematográfico de Cecil B. DeMille, Los diez mandamientos, cuando Moisés (Charlton Heston) acude al sencillo hogar de Josabeth (Martha Scott) buscando la verdad de su origen, aquella mujer fuerte, compendio de las virtudes bíblicas, contesta: «No, no, tú no eres mi hijo. Si crees que hombres y mujeres son como reses a las que hay que guiar con el látigo y eres capaz de humillarte ante ídolos de piedra y doradas imágenes de animales, tú no eres mi hijo. Mi hijo sería un esclavo. Sus manos estarían encallecidas y agrietadas por el acarreo de ladrillos y su espalda llena de cicatrices del látigo del capataz, pero en su corazón ardería la llama del espíritu del verdadero Dios».
Comienza entonces la aventura más grande del Pueblo de Israel. Moisés, ya en el desierto, recibe la gran Revelación veterotestamentaria: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14) y es enviado a Faraón. Egipto lucha contra Dios —una pugna de poderes que comenzó en el paraíso (cf. Gn 3, 15) y que durará hasta el final de la historia (cf. Mt 24,13-31)—, es vencido y deja marchar a los israelitas. Pero Ramsés, seducido por la mujer que había dicho «yo soy Egipto» y que agavillaba en sí todas las tentaciones, toma sus carros y con maniobra zainesca sale a terminar de una vez por todas con los hijos de Jacob. Definitiva es la derrota en el paso por el mar Rojo, ante la cual Faraón solo puede exclamar: su dios es Dios.
Es este un tipo de la historia de la Salvación. El pueblo, el elegido, persevera en un inmenso valle de cansancio y agonía adorando a su Dios, mientras espera confiado su liberación. El mundo, volcando sobre él su furia opresora o comprando con encantos femeninos su voluntad, quiere hacerlo finar en la idolatría. Pero se levanta siempre una misma voz, una misma ley: «Escucha, oh Israel, el Señor tu Dios es el único Señor» (Dt 6, 4).
Todavía resuena en nuestros oídos el relato de los magos de Oriente. Es la manifestación del Salvador a todas las naciones que, encerradas en las almas de aquellos sabios, aprenden a reconocerlo y, postrándose, lo adoran (Mt 2, 11). Adoración. He aquí la llave que descubre corazones y que coloca a los hombres o con Cristo o con Belial (cf. 2Co 6, 15-17). Tan solo hay que leer el capítulo 13 del libro del Apocalipsis para saber que es la adoración el signo de contradicción y la bandera discutida para todos los hombres. Porque o se adora al Cordero degollado o se adora al Dragón con sus bestias de poder y de engaño. Y como no hay nada oculto que no llegue a descubrirse (cf. Lc 8, 17), el juicio de Dios sobre las conciencias íntimas de los hombres será un juicio de adoración.
La modernidad, como otra Popea —aquella mujer lo poseía todo, menos honestidad, dice Tácito—, ha reconvertido con malas artes la idolatría de las estatuas que tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven (Sal 115, 5), en antropolatría. Idolatría del hombre, haciendo de Dios la proyección de todas las capacidades humanas, como quería Feuerbach, porque Dios, decía, es el espejo del hombre. Se consagra el principio de inmanencia, según el cual no hay un dios trascendente o, mejor dicho, homo homini deus, el hombre es dios para el hombre. Por esto podía decir Marx que después de Feuerbach la crítica a la religión está sustancialmente hecha.
Así, toda herencia o huella del Dios trascendente en el hombre es opresión y esclavitud. Es falso y lo aliena. La religión es el opio del pueblo. Hay que liberarse. Hay que matar a Dios. Para eso habrá que ser consecuente y atreverse a decir lo que dijo Nietzsche: «Hasta hoy no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuese verdad su contrario? Y habrá que osar pronunciar —de nuevo, si se quiere ser consecuente— su gran grito de cólera satánica, el grito de aquel hombre loco de La gaya ciencia, portador de una lámpara que, ante la muchedumbre, la enarbola para después estrellarla contra el suelo y que quede apagada: «¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo sangra bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos enjuagará esta sangre? ¿Con qué agua lustral podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar?». Aquí calló el hombre frenético y miró nuevamente a sus oyentes. También éstos callaban y lo miraban extrañados. Finalmente, lanzó su lámpara al suelo, rompiéndose en pedazos y se apagó. Se cuenta además que, ese mismo día, el hombre frenético irrumpió en diferentes iglesias y entonó su Requiem aeternam Deo (Descanso eterno para Dios). Conducido fuera de ellas y conminado a hablar, solo respondió una y otra vez: «¿Qué son, pues, estas iglesias sino las tumbas y sepulcros de Dios?».
(Fragmento del artículo publicado en el número 1 de nuestra revista. Para leer más, haz click a continuación).